domingo, 11 de septiembre de 2011

Soledad II

Al llegar a mi casa, unas agrias carcajadas me recibieron cual trompetas a un rey. Al parecer, el miedo ya se le había pasado.

Sabía lo que había hecho, y sabía como usarlo en mi contra. Quería excitarse con mi dolor y mi culpa. Y yo le di la oportunidad.

- Mírate – me dijo, esbozando aquella fea sonrisa. ¡Como la odiaba! –. ¿Ves a lo que me refiero? Ella no te va a querer porque estas jodido. ¡Eres un maldito asesino!

Rió.
Me dirigí corriendo a mi habitación. Me corté y me astillé las manos y las rodillas al tropezar unas cuantas veces, pero no me di cuenta. Solo quería escapar de aquella  aparición. Al llegar a mi cuarto me tendí en el suelo, en posición fetal, y hable solo, como un  loco. La hable a la oscuridad de todas las incoherencias que maquinaba mi mente. Le hable de cómo odiaba oír los gemidos de aquella cosa que se hacia llamar Soledad al llegar al orgasmo. Y le hable de Rosa.

Rosa, la chica que era mi salvación. Que era mi condena. La que hacia que la soledad fuera una tortura, como estar acompañado.

Llegue a la cafetería una media hora antes de la cita.

Me sentí raro. Como si no fuera mi vida, como si fuera una película. El hecho de haber destrozado mi casa me pareció impersonal. No me importaba nada ya. Era como si me hubieran llenado con hielo el interior. De hecho, ni me importaba Rosa.  Solo tenía mi mente enfocada en el odio que le tenía a Soledad. La odiaba, pero el hecho de querer amar a Rosa no ayudaba mucho a olvidar ese odio. De hecho aquel pensamiento dilapidaba mi pequeña añoranza.

Amar a Rosa. Suena tan raro. El amor no ha sido algo muy común en mí, al menos el amor hacia una mujer. Como ya he escrito, las mujeres me recordaban a mi madre o a Mónica, así como a otras mujeres. Aunque me sorprendí al descubrir que me esforzaba por concentrarme en mi madre cuando pensaba en Rosa.

Curioso, ¿no?

-Hola – saludo cansinamente una voz a mis espaldas.

Era Rosa. Se veía igual de guapa que siempre, a pesar que en mi mente, mi madre decía que era una cualquiera. Rosa se veía terriblemente cansada. Sus ojos se veían hinchados y ojerosos. Y su rostro se veía pálido. Pero de hecho ese aspecto triste y cansado le favorecía mucho.

Salude con un leve asentimiento. Ella se inclinó hacia a mi y me abrazó. Y yo también la abracé.

-¿Cómo estas? – preguntó casi con voz de susurro.

Me encogí de hombros, como queriendo decir “Pues bueno, ¿que te puedo decir?”.

-¡Dios mío!, ¿Qué te pasó en las manos?

-Nada – conteste desganadamente, contemplando su sincera preocupación. Hecho esto bajé la vista y quité las manos de la mesa.

-…, me preocupas. Solo…

- ¿Quieres un café?

Sin darle tiempo de contestar, llamé a la camarera. Pedí un cappuccino y un late. Cuando se fue la mesera, no volví la vista hacia Rosa. Voltee hacia la ventana, viendo a los transeúntes caminando como hormigas. Ella se resignó. Quedo callada, mientras sus manos jugueteaban desinteresadamente con una azucarera.

El silencio se rompió cuando la camarera regresó con los dos cafés. Rosa agradeció cuando le entregaron el suyo.
Yo no dije nada.

- Se como te sientes – dijo quedamente. Su precioso rostro denotaba preocupación
–. Yo también he perdido a un ser querido.

Sin voltear la mirada, pensé que ella era una idiota. Si de verdad fuera la Muerte de mi abuelo era lo que me aquejaba…

Pero, en sí, no estaba alejada de la realidad. Me reproche por haberle dicho idiota, aun si fue en mi fuero interno.

- Conozco también la soledad que esto conlleva. Se que te puede volver loco. Lo que puedes hacer…

Entonces voltee y la vi a los ojos. Y la admire. Bajo la tenue luz del interior, sus ojos se veían preciosos. Refulgían como ámbar en la sombra, y tenían un brillo verde a contra luz. Su cabello ondulado, era de un castaño tan claro que amenazaba con volverse pelirrojo oscuro. Su rostro, pálido y cansado a causa de ignotas angustias, se veía diez veces más bello.

Al ver eso, los prejuicios y las voces interiores cesaron instantáneamente.

Rió ligeramente y añadió:

- Se lo que es estar solo, sin nadie con quien pasar el rato, ¿no? Se que al final nada parece que tener sentido, pero no…

Rió de nuevo, mientras una ligera lágrima le surcaba el rostro. Extendió una mano sobre la mesa, en dirección a mí.

- He estado sola todo este tiempo, pero sin ti me doy cuenta de que me duele estar sola… - Extendí mi mano y tome la suya. La encontré cálida y nerviosa.

- Los solitarios con los solitarios. Matemáticas, ¿no? – su celestial risa lleno la cafetería. Aunque sonó algo quebrada, fue sincera – Así pues… ya no estaremos llenos de miedo… solos…

“- Acechados, querrás decir – me dije en el interior”.

La miré a los ojos. Al no oír una respuesta, su rostro se lleno de decepción. No es que mi respuesta fuera negativa, solo que no sabia que decir. Pero la frase surgió, casi sin pensarlo.

-Te amo, Rosa…

Sonrió. Su rostro se iluminó, restándole un poco de belleza; pero era como quitarle un puñado de arena a una playa.

-Y yo a ti…

Nos levantamos al mismo tiempo. Nos juntamos. Nos abrazamos, yo por su cintura, ella por mi nuca. Y nos besamos, saboreando el sabor agridulce de nuestras lagrimas. No nos importó que los demás clientes nos vieran como un par de cursis melosos. A la mierda con ellos

Ese fue mi primer beso. Después de veintiocho años, ese fue mi primer beso. Y fue lo más bello que me pasó junto con Rosa. En ese momento, olvide que la soledad era mi mas grande adicción, fuera o no placentera. Olvide a los cabrones de mis padres, y las voces acusadoras de mi mente cerraron mi boca. Irónicamente, atrapado en los brazos de Rosa me sentía libre.

Pero por desgracia, “la lluvia llega para nublar al más brillante sol”.

-A las viejas hay que hacerlas sufrir pa’que aprendan, porque… – Dijo mi padre mientras exhalaba un trago potente de alcohol.

-Los hombres son unos haraganes, pendejos buenos para nada. ¿Por qué debí parir a un hombre…? – agregó mi madre, con voz de buitre.

-Estas bien feo, ¿A quien podrías gustarle? – dijo con voz estúpida Ariadna. Una voz solo reservada solo para gente de su “status”. Voz algo terrible.

-¿Qué te traes idiota, eh? Mejor vete a coger  a tu madre, idiota sin-amor -. Exclamó con su maldita voz de robot, Hugo, el come-gatos.

Voces, y más voces. Pero había una, la más ominosa, que llenaba todos los espacios.

-¡Te esta usando, estúpido! – Exclamó fúrica Soledad - ¡Te va a exprimir, y cuando ya no tengas jugo te botará! Mejor vuelve conmigo. Aquí estarás seguro, a salvo del jodido mundo. Nadie te provocara dolor, ni te usará… ven… ven… ¡Ven!

-¿Que pasa? – preguntó alarmada Rosa, cuando me separé bruscamente de ella y contempló mi gesto de dolor.

Quería explotar. Quería agachar la cabeza, hundirla en su pecho y rogarle que me ayudara a librarme del pasado. Quería decirle que la amaba, otra vez. Quería abrazarla fuerte, para sentirme libre de nuevo. Quería besarla y dejar todo a la mierda. Quería decirle que no era cierto, que no creía que ella me abandonaría… pero…

En ese momento, las voces me parecieron muy convincentes.

-Perdón… - dije con voz clara.
De mi billetera extraje un billete de cincuenta y lo dejé en la mesa. Acto seguido me le acerque y la besé en la comisura de los labios fugazmente. Ella no lo regresó, quizás por la incredulidad. Después de eso, salí de la cafetería raudamente, sin voltear. Y ella no me siguió.

En la casa me sentí seguro.

En un rincón oscuro, me sentía a gusto, alejado de la luz del amor. Pero no paso mucho tiempo para que las voces regresaran, y mas enérgicas que nunca.

Soledad se burlaba de mí por ser un cobarde. Y en efecto me sentía un cobarde.

Tenía a Rosa clavada en mi mente y en mi corazón, como un arpón. Pero no podía salir, por miedo a que me destrozara el corazón, como todos los demás lo habían hecho.

Deje de ir a clase. Durante una semana, la mayoría del tiempo me la pasé en mi cama, acostado, soportando las voces pacientemente, siendo o muy listo o muy pendejo y cobarde como para desobedecerlas. Ahí tenía mi seguridad.
Casi no comía. Me bañe solo una vez, aunque solo deje que corriera el agua sobre mí, sin lavarme con jabón. No limpie la casa, que seguía hecha una mierda, desde que tuve mi primer tiempo muerto.

El teléfono sonó como loco durante los primeros dos días, y nunca conteste. Luego, los siguientes tres días, tocaron a mi puerta insistentemente. El ruido me irritaba, pero no tanto como las voces.
Afuera se oía la voz de Eduardo, mi vecino y Rosa. Ambos se oían preocupados. Cuando oía que Eduardo o Rosa iban a llamar a una ambulancia, yo gritaba desde mi recamara que estaba bien, y que me dejaran en paz.

Quería ver a Rosa, pero me aterrorizaba que Soledad tuviera razón, que solo me estaba utilizando y me botaría como cascara de huevo. Quería decirle a Rosa cuanto la amaba y la extrañaba, pero una sensación de resentimiento me invadía.

“No importa, de todas formas me va a dejar”.

No me importaba si estaba en lo cierto o no. Había perdido la razón.

Oí como deslizaba papeles o algo así debajo de mi puerta. En total dejó cinco notas. Notas que jamás vi, solo hasta que terminó la semana. Solo hasta que perdí el miedo, al menos de momento.

- Gracias a Dios… - dijo Rosa cuando su enojo se esfumó y lo sustituyó un profundo alivio.

El domingo le abrí la puerta, después de debatir arduamente conmigo y con las voces. Ella ya llevaba afuera cuatro horas, tocando como loca el timbre. Y se había enfadado mucho. Pero supe que debajo del enojo había preocupación, y debajo de esta había amor. Me sentí de repente un maldito. Así que me quite el polvo y por fin me decidí a abrirle. Después de todo, esa semana ella nunca me abandonó

Rosa se abalanzó sobre mí, y al ser disipado su enojo, me cubrió la cara con besos. Y yo hice lo mismo. En ese momento, creo que no se percató que la casa era una zona de guerra. Todo estaba muy oscuro, y el sol casi se ocultaba en el horizonte.

- Perdóname… - rogué con voz pastosa, pero Rosa me hizo callar con un beso.

- Te perdono todo lo que quieras, pero dime que te pasa – Su rostro, bajo la tenue luz se veía sereno, casi soñoliento. En su voz había un tono de preocupación muy notorio. La amé más por eso.

Cerré la puerta, sumiéndonos a ambos en la oscuridad. Acto seguido, encendí la luz. En su cara se dibujo un gesto de incredulidad y sorpresa al ver mi casa.

Ella pronunció mi nombre con un susurro lastimero, mientras me rodeaba la cintura y me abrazaba.

Y yo no aguante más.

Con mi cabeza sobre su hombro, lloré casi diez minutos seguidos. Creo que ella también lloró. Los solitarios se habían reunido de nuevo, unidos por su terco amor. Y las voces, de nuevo, habían cesado. ¡Habían cesado!

Después de un rato, nos separamos un poco, nos contemplamos directamente a los ojos, y después nos besamos. Nos besamos lo que me parecieron siglos. Al final, la conduje con cuidado a través de los escombros de mi casa y la lleve a mi cuarto. Ya ahí, a media luz, nos besamos y nos acariciamos. No se cuantas veces nos dijimos mutuamente que nos amábamos. Entre caricias nos despojamos de algunas prendas, pero no hicimos el amor. Creo que el coctel de emociones de esa semana nos debilitó de sobremanera. Pero con o sin ese detalle, fue algo maravilloso. Sin darnos cuenta ya estábamos dormidos, profundamente dormidos. Los dos abrazados.

Esa noche dormí como nunca. Soledad no apareció, al igual que sus acompañantes. Y por un momento, con toda la razón del mundo, creí que la única seguridad que podría obtener a partir de ahora era en los brazos de mi amada Rosa.
Acurrucado en su pecho. Con mis brazos sobre sus caderas.

Por fin, aunque solo fue una noche, me sentí pleno. Completo.

Nunca se sabe lo que a uno le depara. Solo te das cuenta cuando estas ya en lo mas profundo del asunto. Y siempre es demasiado tarde.

Stephen King lo llama “Ka”; yo lo llamo mierda.

Y todo comenzó casi como un cuento de hadas, que al final se vuelve la más atroz y ominosa obra de algún autor loco.

“Erase una vez…”

Rosa  iba casi todos los días a mi casa. Y Soledad, en esos tiempos, jamás se apareció.

Mi cordura se equilibraba, en medida que el aspecto de mi casa mejoraba. Ella me ayudo a limpiarlo, y por ese gesto le ame más de lo que ya la amaba.
Pero en las rutinas de limpieza notaba algo extraño en ella. Era algo que la hacia bajar la mirada cuando yo la miraba. Era algo que la hacia titubear cuando estaba a punto de decirme algo. Algo delicado. Era algo que la volvía recelosa conmigo.

Podría jurar que eso era miedo.

“Eso no importa, pensé; ella esta conmigo, y eso es lo importante”.

“A la larga importara, dijo una voz en mi cabeza”.

Me sorprendí al darme cuenta que esa voz era la mía.

Se que actúo raro a veces, pero lo peor reside en que no se cuando lo hago.

Rosa  me amaba, pero a veces no me comprendía.

Tengo hábitos, como todos en este mundo, solo que los míos son poco comunes o convencionales. Creo que Rosa se percató de eso, como era de esperarse. Cuando se tiene pareja, la intimidad se trastorna a ver pantis con boxers en la ropa recién lavada y tener un armario dividido, por ejemplo. Y los hábitos más que nada.

Las semanas en que Rosa vivió en mi departamento fueron tensas, al menos para ella; supongo que por el hecho de que siempre he sido un bicho raro, o quizá por el hecho de que a veces ambos perdíamos la cabeza. Pero es que, ¡Dios!, ¿uno no puede hablar solo durante un par de horas en la tranquilidad de su casa sin que le digan que tiene que ir a un psicólogo? ¿Uno no puede mirar la tele por horas y horas y desvelarse mientras espera impacientemente a Morfeo? ¿Uno no puede soltar las amargas lágrimas que aun le escosen en el alma a plena luz de la luna?

Se que ella se preocupaba por mi pero tacharme de loco es demasiado. Yo la amo, pero llegue al punto de no soportarla.

Al principio todo fue normal. Nos acariciábamos, besábamos, e incluso hicimos el amor un par de veces. Pero gradualmente, como una rana dentro de una olla que se calienta poco a poco, la situación fue agravándose sin que ninguno de los dos se diera cuenta.
Comenzamos a discutir por cualquier tontería, pero ella era la que siempre comenzaba, ¿o no? Por el momento no es relevante. Llegamos al punto en que nos gritábamos como histéricos, por que ella no aguantaba mi recién descubierta faceta – según ella -, y yo no soportaba que me tachara de un maldito enfermo mental. La tenia a mi lado, y eso me ayudaba a lidiar con los demonios de antaño y con las pesadillas. Su amor era lo única cosa que necesitaba, pero ahora se que también necesitaba comprensión. ¡Por dios, no estaba loco!

Pero a ella no el importó. Después de siete semanas – cuatro placenteras y tres infernales – viviendo en mi casa, ella decidió terminar con el noviazgo mas raro que jamás hubiera tenido. Y lo peor era que al irse, ella lucia un feo moretón en el pómulo, que me recordaba al que mi madre lució en mi puta fiesta de nueve años. No recuerdo haberle hecho eso, pero ella argumentaba que seria demasiado estupida si ella se lo hubiera hecho sola. Su sarcasmo me rasgó el alma. Le rogué que no se fuera, pero ella no me escuchó. Su dulce amor se había fermentado en odio ácido. Le dije que lo sentía demasiado – de verdad – pero solo se limito a decirme que no me denunciaría a las autoridades, pero que no podía volver conmigo. Ella lloraba, y yo también, pero había tomado una decisión. Y la filosa hoja de la puerta rebanó su existencia de la mía.

Cuando se fue, una voz potente hizo estallar mi tímpano.

- ¡Te lo dije, guapo! ¡Esa puta te iba a dejar! – dijo Soledad desde las sombras.

Estallé, derribando cosas y rompiendo cristales. Mi sangre se derramaba por el suelo.

Al terminar, fui a mi cuarto para resguardarme de las potentes e infernales carcajadas. Leí las cartas que Rosa, otrora, me había escrito, diciendo que me amaba, se preocupaba por mi, bla bla bla. En ese momento descubrí que el amor es un bastardo que tiene ese  afán de juntar tornillos con sacapuntas y tuercas con lápices, por el simple afán de ver sufrir a la gente.
Pero descubrí que el amor no es tal cosa. Es solo miedo a la Soledad

Como castigo y distracción, comencé a cortarme como cerdo el brazo izquierdo, con el que según Rosa la había golpeado. Raro, porque soy derecho. Y así, la sangre paso a ser parte de las cartas, como la tinta derramada por un poeta maldito en la ultima y más desesperante luna de su vida.

- Hola – dije tranquilamente, mientras una sonrisa me surcaba los labios.

Cuando Rosa me dejó, me fui directo al infierno. Soledad me acosaba con sus amenazas e insultos todo el maldito día. Me volví adicto a rebanarme los brazos con navajas y exactos. Creo que me volví también adicto a los analgésicos y antibióticos. En el yeso de las paredes comencé a escribir como alma en pena la historia romántica de Rosa y yo. También escribí cuanto lo sentía y que no estaba loco. En mi cuarto hice un retrato de ella. Dibujar siempre se me dio bien, pero el realismo de mi creación me volvía loco. Era como tenerla ahí, con mirada acusadora. Hablaba y hablaba por horas con el retrato. Deje de rasurarme o cortarme el cabello. Me bañaba, porque el hedor a sudor me recordaba al bastardo de mi padre. Ven, no estaba loco.

Ese tipo de sarcasmo siempre me anima.

Al cabo de unas semanas, cuando casi cumplía los veintinueve, senté cabeza. La única manera de mandar todo a la mierda era afrontándolo. Y sabía como hacerlo.

- ¡¿Qué haces aquí?! – grito horrorizada Rosa, mientras su maleta caía al suelo.

Antes, ella había entrado por la puerta y la había cerrado con llave, por el hecho de que era ya de noche. Entre las sombras, ella se había dirigido a la cocina, donde la aguardaba. Al encender la luz, ella recibió la más grande sorpresa de su vida.

Deje a Midas, el gato de Rosa, en el suelo y me dirigí raudamente hacia ella. Para mi fortuna ella se quedo paralizada. Mis manos se aferraron a su espalda en un abrazo asesino. Sentí su calor y su cuerpo al temblar. Mis ojos se posaban en los suyos, que tenían una mirada de extrema incredulidad y brillaban con un precioso y lagrimal brillo ámbar. Su cara estaba sin una sola gota de maquillaje, ¡Dios, que bello era su rostro cuando estaba aterrorizada!

- No sabes cuanto te extrañe – le susurre al oído a la chica.

- ¿Cómo entraste? ¿Qué pasó con Carlos? – pregunto ella con voz queda y desfallecida.

(Carlos: Dícese del amigo que cuidaba la casa y al gato de Rosa mientras esta salía de viaje.)

- Lo mate

- ¿Qué? – Ella comenzó a forcejear.

- No es cierto – le dije, mientras reía y aflojaba a mi presa -. Le dije que nos habíamos reconciliado y que yo cuidaría tu departamento. Si, lo se, que idiota, ¿no? Te lo dije, no estoy loco.

La trate de besar en la boca, pero ella me mordió el labio y me pisó al mismo tiempo. Se dirigió velozmente a la puerta, tratando de insertar la llave para poder escapar. Yo me compuse de las lesiones recibidas. Sangraba de la boca, pero no era serio. Me dirigí de nuevo hacia ella, solo que en vez de abrazarla de nuevo, la tire en el piso. Me frustraba el hecho de que no quisiera hablar conmigo, y peor, que me rechazara.

Me abalancé sobre ella. Mis manos se aferraban de cualquier parte de su cuerpo para evitar que se fuera. Las de ella me querían rasguñar la cara o destrozarme los testículos para escapar.
Fue en ese momento que comenzó a gritar. No me gustaba que gritara; me hacia doler la cabeza. No quería que gritara, quería que me sonriera, quería que me besara y que me dijera que me amaba. Quería sentirme de nuevo él de antes.

Quiero pensar que la hice callar a besos, pero eso no lo recuerdo ni puedo decir que pasó. Solo puedo recordar sus gritos de horror. Y su rostro, que ya no era bello, sino que el miedo le habían fundido su belleza. Y recuerdo su perfume, dulce, que contrastaba con la dantesca escena. Y recuerdo mis manos, que se dirigieron de su pecho hasta su cuello, como dogales. Y recuerdo la
obscuridad que me cegó.

Y después de eso, no recuerdo nada.

Recordar estas cosas me trae a la mente oscuros y supersticiosos miedos.

Escribir se ha vuelto mi condena, como un grillete, pero también se ha vuelto mi única forma de redención.

Recordar es un infierno, pero no me puedo quejar. Si quiero liberarme de él, tengo que recorrerlo de buena gana. Y aun así tengo un buen trecho de infierno que debo de recorrer.

Pero incluso en el infierno uno tiene que descansar. Perdón por no seguir, pero estoy agotado. Y ella no me deja en paz. Con suerte lograre dormir un poco.

Buenas noches.


4, 5, 10 y 11 de septiembre 2011   J.B.